Resulta importante destacar que las personas privadas de la libertad -bien sea aquellas que se encuentran recluidas en establecimientos penitenciarios o en otros lugares de facto destinados para ello- se encuentran en una especial relación de sujeción con el estado, tal y como lo ha establecido la jurisprudencia internacional3 y nacional. De esta particular condición surgen una serie de obligaciones y deberes en cabeza del Estado para asegurar el respeto por los derechos fundamentales de esta población. Así, por ejemplo, la Corte Constitucional en sentencia T 596 de 1992, indicó: En una relación jurídica el predominio de una parte sobre la otra no impide la existencia de derechos y deberes para ambas partes. Este es el caso del interno en un centro penitenciario. Frente a la administración, el preso se encuentra en una relación especial de sujeción, diseñada y comandada por el Estado, el cual se sitúa en una posición preponderante, que se manifiesta en el poder disciplinario y cuyos límites están determinados por el reconocimiento de los derechos del interno y por los correspondientes deberes estatales que se derivan de dicho reconocimiento. Ha destacado que las personas privadas de la libertad tienen una serie de derechos que pueden ser suspendidos a causa de la imposición de la pena, como la libertad de locomoción; otros que, por el contrario, solo se restringen, como los derechos al trabajo, a la educación, a la unidad familiar y, por último, aquellos cuyo ejercicio debe mantenerse incólume a lo largo del procedimiento y el cumplimiento de la pena.
Puntualmente, el derecho a la unidad familiar es uno de aquellos que sufre una legítima limitación que se produce indefectiblemente por la privación de la libertad. Sobre ello, la Corte Constitucional en Sentencia T-274/05, indicó que «atendiendo a que la familia se considera una comunidad de vida y convivencia plena, así el aislamiento de uno de sus miembros, como infractor de la ley penal, comporta de suyo la correlativa pérdida de la libertad y a su vez afecta de manera inminente la estabilidad de su núcleo familiar». se ha reconocido que tal limitación debe estar enmarcada dentro de la razonabilidad, necesidad y proporcionalidad de las circunstancias particulares del caso. Es así como la Corte Constitucional ha establecido que, en virtud del acercamiento familiar, procede también el traslado en los casos en que, excepcionalmente, por ejemplo, los hijos menores de edad se encuentren en extremas circunstancias de abandono y vulnerabilidad. Esto quiere decir que si bien la el Código Penitenciario y Carcelario -Ley 65 de 1993- no contempla la unidad familiar como una causal para el traslado, por cuenta de la jurisprudencia constitucional, se ha configurado como una motivación válida, siempre y cuando se acrediten las condiciones excepcionales que así lo justifiquen. Para esos efectos, dicha normativa en sus artículos 63 y siguientes, le otorgan una facultad discrecional al Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario para decidir acerca de la ubicación y el traslado de los internos entre los diferentes establecimientos carcelarios del país; y, por su parte, los artículos 73 y 74 de la citada norma, prevén que dichos traslados proceden de oficio o por solicitud de los directores de las cárceles; así como también, con ocasión de la postulación del privado de la libertad o de sus familiares dentro del segundo grado de consanguinidad, primero de afinidad y segundo civil. Por lo tanto, el principal responsable de decidir sobre el traslado de una persona privada de la libertad es el INPEC, lo cual le impone una verdadera obligación de analizar las peticiones de traslado que se presenten con sustento en este motivo – unidad familiar –. A partir de las cuales, deberá determinar si en determinados eventos se demuestra una situación excepcional que amerite el traslado o mantenimiento de la persona en determinado establecimiento carcelario
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