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La Corte Constitucional explicó que este proceso tiene dos propósitos y etapas claramente diferenciadas, una tendiente a identificar propiamente la obligación de rendirlas y la otra concentrada en determinarlas o cuantificarlas: “… persigue dos fines claramente determinados: a) Inmediato: constituido por las cuentas, esto es los ingresos y egresos, con sus respectivos soportes, de la actividad desarrollada por quien se ha encargado de administrar bienes o negocios de otra persona, sea que su origen esté en un acto de voluntad de las partes, como acontece con el contrato, o de una situación contemplada en la ley, como en el secuestre o el albaceazgo. b) Mediato: consiste en establecer quién debe a quién y cuánto, o sea, cuál es el saldo que queda a favor de una parte y a cargo de otra, llámese demandante o demandado.”

La Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia puntualizó las exigencias que la naturaleza del proceso implica para la prosperidad de la acción, así: “En esa medida es presupuesto de la acción, de forzosa verificación del funcionario judicial, la existencia de un convenio o mandato legal que imponga al convocado la obligación de rendir las cuentas pedidas derivadas de la administración que se le confirió. De allí que la Ley 95 de 1890 previó en el artículo 16 que «si los comuneros no se avinieren en cuanto al uso de las cosas comunes nombrarán un administrador que lo arregle, sin perjuicio del derecho de los comuneros a reclamar ante el Juez contra las resoluciones del Administrador, si no fueren legales». Así las cosas, como regla de principio, la comunidad por sí sola no genera el deber de rendir cuentas para uno de sus integrantes por el hecho de usar la cosa, en la medida en que presupuesto indispensable para que surja esa obligación es el pacto de los comuneros respecto de la administración del bien

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