Para promover la acción ejecutiva, en los términos que prescribe el artículo 422 del Código General del Proceso, resulta necesario aportar, desde sus mismos inicios, un documento del cual se derive la existencia de una obligación expresa, clara y exigible, a cargo del ejecutado, o lo que es lo mismo, debe partirse de un título que brinde certeza y seguridad en torno al derecho cuyo pago se reclama. De suerte que, “en el proceso de ejecución las pretensiones del actor han de fundarse en un título que, por su sola apariencia, dispense de entrar en la fase de discusión y presente como indiscutible al menos por el momento, el derecho a obtener la tutela jurídica” El artículo 625 del aludido Estatuto Mercantil, señala que “Toda obligación cambiaria deriva su eficacia de una firma puesta en un título-valor y de su entrega con la intención de hacerlo negociable conforme a la ley de su circulación”; a su turno, el artículo 626 ibidem preceptúa, que “El suscriptor de un título quedará obligado conforme al tenor literal del mismo, a menos que firme con salvedades compatibles con su esencia”. En el caso en concreto. los deudores fueron enfáticos en reiterar, que los montos cobrados no correspondían a la realidad negocial -sin desconocer, ni los títulos, ni las obligaciones ínsitas en estos- en la medida en que, al sumar los capitales de los referidos cartulares, se arribaba a un total de $980.000.000,oo, cuando, en verdad, el valor prestado en el año 2008 ascendía a tan solo $140.000.000,oo que, en el año 2015, fueron refinanciados a los $200.000.000,oo consignados en la escritura pública que soporta el gravamen hipotecario aquí perseguido. Contrario sensu, tan solo con observar los pagarés y las certificaciones notariales arrimadas por la ejecutante, al momento de descorrer el traslado de las exceptivas planteadas en tal sentido, emergía evidente que, entre las partes, existieron múltiples prestamos de capital, por sumas que superaron los $1.600.000.000,oo, lo que, de tajo, desvirtuaba la afirmación categórica realizada por los inconformes y permitía darle mayor valor a la presunción de autenticidad que traían consigo los títulos base del recaudo, los que claramente “nacieron” o, se originaron, en dichas negociaciones. Debe recordarse, que a nadie le está permitido, ni crear su propia prueba, ni alegar su culpa en beneficio personal; máximas jurisprudenciales de las que podía deducirse, razonablemente, que los señalamientos realizados por los querellados, en cuanto que en los pagarés se habían consignado sumas de dinero distintas a las eventualmente recibidas, carecían de prueba en tal sentido, así como que podían, ocasionalmente, ser absueltos de su pago, con tan solo afirmar que se habían equivocado al suscribir los títulos, por falta de asesoría profesional o la dicha inocencia.
Recuérdese, en todo caso, que, conforme al artículo 9° Sustancial Civil, “La ignorancia de las leyes no sirve de excusa”. Y es que, en virtud de la presunción de autenticidad de que gozan dichos títulos valores, corresponde al obligado cambiario que impugna su contenido, probar en forma fehaciente su postura, habida cuenta que, no discutiéndose la existencia de la obligación, esa carga de infirmación la asume el extremo ejecutado, quien debe cumplirla de forma tal que el juzgador pueda arribar a la inequívoca conclusión de que el cartular de que se trate fue creado contrariando la realidad, en caso opuesto, la incertidumbre debe resolverse a favor del documento -in dubio instrumento standum, nec actus simulatus praesumitur. Sobre el particular, la Jurisprudencia Constitucional ha entendido que “si el deudor opta por hacer oponibles asuntos propios del negocio subyacente, le corresponderá probar (i) las características particulares del mismo; y (ii) las consecuencias jurídicas que, en razón de su grado de importancia, tienen el estatus suficiente para afectar el carácter autónomo y la exigibilidad propia del derecho de crédito incorporado en un título valor. (…) Así, toda la carga de la prueba se impone exclusivamente al deudor, al ejecutado que propone la excepción”
No en vano el profesor Davis Echandía sostenía, sobre la autorresponsabilidad de las partes por su eventual inactividad probatoria, que “las partes por su conducta en el proceso, al disponer que, si no aparece en éste la prueba de los hechos que las benefician y la contraprueba de los que, comprobados a su vez, por el contrario, pueden perjudicarlas, recibirán una decisión desfavorable; puede decirse que a las partes les es posible colocarse en una total o parcial inactividad probatoria, por su cuenta y riesgo” Al respecto, debe recordarse que, conforme a principios elementales de derecho probatorio, dentro del concepto genérico de defensa, si bien es cierto, el demandado puede formular excepciones de fondo, no menos lo es que estas no pueden consistir en simplemente negar los hechos afirmados por el actor, sino en la invocación de otros supuestos de hecho impeditivos o extintivos del derecho reclamado; de suerte que surja claro que el primero expone un hecho nuevo tendiente a extinguir o impedir los efectos jurídicos que persigue este último, enervando la pretensión. Tema preciso sobre el cual, la Sala Civil, Agraria y Rural de la Corte Suprema de Justicia -de vieja data- señaló, que “[l]a defensa en sentido estricto estriba en la negación del derecho alegado por el demandante. Y la excepción comprende cualquier defensa de fondo que no consista en la simple negación del hecho afirmado por el actor, sino en contraponerle otro hecho impeditivo o extintivo que excluya los efectos jurídicos del primero y por lo mismo, la acción. (…) De consiguiente, la excepción perentoria, cualquiera que sea su naturaleza, representa un verdadero contraderecho del demandado, preexistente al proceso y susceptible de ser reclamado generalmente a su vez como acción” En concordancia con lo antedicho, memórese, en lo que toca con la carga de la prueba, que el artículo 1757 del Código Civil prevé que “[i]ncumbe probar las obligaciones o su extinción al que alega aquéllas o ésta”, a la vez que el artículo 167 del Código General del Proceso pregona, que “[i]ncumbe a las partes probar el supuesto de hecho de las normas que consagran el efecto jurídico que ellas persiguen.”; normas de las cuales se deduce que corresponde demostrar los hechos a quien los alegue, para así poder obtener los efectos derivados de los mismos. En consecuencia, “deviene palmario que es de cargo de las partes probar a cabalidad la existencia de sus obligaciones o su extinción, cuando así lo invoquen como supuestos de su acción o excepción, y ello, valga repetirlo, no es más que una aplicación del principio de la carga de la prueba en orden al cual le compete al sujeto procesal que reclama unos hechos forzosamente evidenciarlos, si aspira deducir algún beneficio a su favor.” De ahí que, sobre el particular, haya enfatizado la referida Corporación, que “es un deber procesal demostrar en juicio el hecho o acto jurídico de donde procede el derecho o de donde nace la excepción invocada. Si el interesado en dar la prueba no lo hace, o la da imperfectamente, o se descuida, o se equivoca en su papel de probador, necesariamente ha de esperar un resultado adverso a sus pretensiones” En torno a la supuesta configuración de “anatocismo”, mírese bien, que, si acaso, tal eventualidad se registró, no fue en los pagarés base de esta acción, pues de ellos no se podía deducir tal situación, aunque pudo haberse presentado una capitalización de intereses -la que, en todo caso, no se probó en el expediente- y sobre la cual, no pude pasarse por alto que, conforme al artículo 886 del Código de Comercio, su práctica, o de su producción, no está del todo impedida, pues se permite “desde la fecha de la demanda judicial del acreedor, o por acuerdo posterior al vencimiento, siempre que en uno y otro caso se trate de intereses debidos con un año de anterioridad, por lo menos”. Al respecto, la jurisprudencia constitucional ha dicho, que: “el anatocismo implica un cobro de intereses, sobre intereses “atrasados”, es decir, aquellos que no fueron cubiertos en el tiempo u oportunidad señalados para ello, en el respectivo negocio jurídico. En efecto, “son los intereses colocados en condiciones moratorias los que no permiten, de conformidad con las normas reglamentadas en el Código Civil el cobro de nuevos intereses”. Sin embargo, los intereses no “atrasados” si pueden llegar a “producir intereses” y es respecto de aquellos “causados” pero no exigibles, que resulta válido el negocio jurídico de la capitalización de intereses.”
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