Desde ya debe anunciarse que las Altas Cortes no son apenas comentaristas de la ley de una forma subsidiaria cuando se presentan lagunas, vacíos o poca claridad en las normas, sino que dentro del sistema constitucional tienen una importante función interpretativa, que también constituye derecho, vivo y vinculante. En efecto, el devenir de nuestro ordenamiento jurídico ha dado a la jurisprudencia un valor preponderante en la racionalización del derecho en el punto crítico de su aplicación, lo cual implica el deber de respeto al precedente judicial y a la doctrina probable, con la correlativa carga argumentativa para el operador judicial que opta por apartarse. Con ello no se desconoce que el Constituyente estableció en el artículo 230 de la carta política que “Los jueces, en sus providencias, sólo están sometidos al imperio de la ley”, y que: “La equidad, la jurisprudencia, los principios generales del derecho y la doctrina son criterios auxiliares de la actividad judicial”, pues la misma norma de normas, señala en sus artículos 234, 237 y 241 cuáles son sus tribunales de cierre, de lo cual se deriva, en palabras de la máxima autoridad constitucional, que “tienen el deber de unificar la jurisprudencia al interior de sus jurisdicciones, de tal manera que los pronunciamientos por ellas emitidos se conviertan en precedente judicial de obligatorio cumplimiento”
Precisamente, la Corte Constitucional, como guardiana de la integridad y supremacía de la Constitución ha tenido lugar a abordar la temática, y es así como en la paradigmática sentencia C-836 de 20011 tuvo lugar a pronunciarse acerca del carácter normativo y fuerza vinculante de las decisiones del organismo de cierre de la jurisdicción ordinaria. En esta decisión, para dar fundamento al poder de la interpretación judicial, señaló: “En un sistema de derecho legislado, estas consecuencias jurídicas se atribuyen mediante la formulación de normas escritas, generales, impersonales y abstractas.
Estas características de la ley, si bien son indispensables para regular adecuadamente un conjunto bastante amplio de conductas sociales, implican también una limitación en su capacidad para comprender la singularidad y la complejidad de las situaciones sociales, y por lo tanto, no es susceptible de producir por sí misma el efecto regulatorio que se pretende darle, y mucho menos permite tratar igual los casos iguales y desigual los desiguales. Para que estos objetivos sean realizables, es necesario que al texto de la ley se le fije un sentido que le permita realizar su función normativa. (…) El texto de la ley no es, por sí mismo, susceptible de aplicarse mecánicamente a todos los casos, y ello justifica la necesidad de que el juez lo interprete y aplique, integrándolo y dándole coherencia, de tal forma que se pueda realizar la igualdad en su sentido constitucional más completo”.
Se sienta así el poder creador de derecho de los jueces, sobre el que la Corte Constitucional expresa en su fallo: “Esta función creadora del juez en su jurisprudencia se realiza mediante la construcción y ponderación de principios de derecho, que dan sentido a las instituciones jurídicas a partir de su labor de interpretación e integración del ordenamiento positivo. Ello supone un grado de abstracción o de concreción respecto de normas particulares, para darle integridad al conjunto del ordenamiento jurídico y atribuirle al texto de la ley un significado concreto, coherente y útil, permitiendo encausar este ordenamiento hacia la realización de los fines constitucionales.
Por tal motivo, la labor del juez no pueda reducirse a una simple atribución mecánica de los postulados generales, impersonales y abstractos consagrados en la ley a casos concretos, pues se estarían desconociendo la complejidad y la singularidad de la realidad social, la cual no puede ser abarcada por completo dentro del ordenamiento positivo. De ahí se derivan la importancia del papel del juez como un agente racionalizador e integrador del derecho dentro de un Estado y el sentido de la expresión “probable” que la norma demandada acuña a la doctrina jurisprudencial a partir de la expedición de la Ley 169 de 1896”.
Y por virtud del poder interpretativo de la ley de los jueces, así como la necesidad de preservar la igualdad ante la ley y de la seguridad jurídica en el ámbito jurisdiccional, es que se ha comprendido que la jerarquía en la administración de justicia tiene por fin, entre otros, generar una interpretación autorizada de la ley, siendo así como: “En la justicia ordinaria dicha estructura tiene a la Corte Suprema en la cabeza, y eso significa que ella es la encargada de establecer la interpretación que se debe dar al ordenamiento dentro de su respectiva jurisdicción, de acuerdo con lo dispuesto en la Constitución”.
Es de este modo entonces como la jurisprudencia tiene una finalidad integradora, que no puede catalogarse como apenas auxiliar, ya que dota de sentido a las normas, no para tergiversar su alcance, sino para comprenderlo, tanto desde los valores, principios y derechos constitucionales, como desde las realidades sociales y elementos de facto que envuelven cada caso. El Fallo de constitucionalidad que venimos citando, es dilucidador al expresar sobre el particular: “La sujeción de la actividad judicial al imperio de la ley, como se dijo anteriormente, no puede reducirse a la observación minuciosa y literal de un texto legal específico, sino que se refiere al ordenamiento jurídico como conjunto integrado y armónico de normas, estructurado para la realización de los valores y objetivos consagrados en la Constitución. La Corte ha avalado desde sus comienzos esta interpretación constitucional del concepto de “imperio de la ley” contenido en el art. 230 constitucional”.
De ahí que en decisiones posteriores, como la C-634 de 2011, recordara y ratificara que: “El entendimiento del imperio de la ley a la que están sujetas las autoridades administrativas y judiciales debe comprenderse como referido a la aplicación del conjunto de normas constitucionales y legales, incluyendo la interpretación jurisprudencial de los máximos órganos judiciales”. Sumado a lo antedicho, también debe considerarse lo esbozado en la sentencia C-539 del mismo año 2011, referente a la fuerza vinculante de la que está dotada la jurisprudencia y su aplicación práctica, de la siguiente manera:
El texto establece que todas las autoridades públicas, tanto administrativas como judiciales, a nivel nacional, regional o local, están obligadas a cumplir con la Constitución y la ley. Como parte de este deber, las autoridades administrativas deben acatar los precedentes judiciales dictados por las Altas Cortes de las jurisdicciones ordinaria, contencioso-administrativa y constitucional. Este mandato se fundamenta en principios esenciales del Estado Social de Derecho, como garantizar la efectividad de los derechos y principios constitucionales, la jerarquía de la Constitución, el principio de legalidad, el derecho a la igualdad, la buena fe y los principios que rigen la función administrativa. Asimismo, subraya la fuerza vinculante de los precedentes judiciales, que deben ser respetados para asegurar el cumplimiento de los fines del Estado y la Constitución.
Bien puede sellarse entonces que el ordenamiento jurídico, no en contravía, sino en una visión amplia del concepto de imperio de la ley, y acorde a importantes prerrogativas constitucionales como la igualdad, le ha concedido fuerza vinculante a la jurisprudencia de las altas cortes, y se convierte en un imperativo para los jueces de menor jerarquía su acogimiento (sin perjuicio de la posibilidad de apartarse bajo la debida carga argumentativa). Y de este modo, cuando se resuelve conforme a la interpretación actual y reiterada contenida en el obiter dicta de una jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, no hay obrar contrario a la ley, sino conforme a derecho.
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