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Por tanto, como se trata de un caso excepcional, es menester que dentro de la situación concreta el decreto y práctica de la probanza sea exigido forzosamente por la ley, como acontece, verbi gratia, en los procesos de filiación o pertenencia; o que “con posterioridad a la presentación de la demanda … sobrevenga un hecho que de manera esencial y notoria altere o extinga la pretensión inicial” o que “se aduzca o aporte, aunque sea inoportunamente, la prueba idónea de dicho hecho que no ha sido incorporada legalmente al proceso” (G.J. t. CCXXI, pág. 481), entre otros supuestos. En estos casos, por obvias razones, el escenario es bien diverso, pues las circunstancias ostensibles que militan en el expediente o la ley misma, reclaman imperiosamente el empleo de las herramientas con que cuenta el director del proceso, con independencia de que con ello resulte remediada la negligencia o descuido de las partes, pues aquí se trata es de conjurar una deficiencia o irregularidad que, de permanecer, seguramente aparejará un fallo absurdo, irreal, arbitrario o injusto. Este criterio no solo lo ha mantenido, sino que lo ha precisado la referida Corporación. Así, en la sentencia CSJ SC2215-2021 puntualizó que para decretar pruebas de oficio es menester que, de alguna manera, pueda medirse el impacto de ese medio de convicción que se hace necesario traer formalmente al juicio, de manera que debe existir un grado de certeza previa que indique que con aquel se esclarecerá una verdad que permitirá decidir con sujeción a los dictados de la justicia.

En dicha providencia, la Corte memoró la CSJ SC, 18 ago. 2010, exp. 2002-00101-01, en la que la Corte había razonado así: En lo que tiene que ver con la omisión en el decreto de pruebas de oficio, ha surgido desde siempre una dificultad conceptual, pues si la violación de la norma de carácter sustancial viene de la falta de un dato o una información que no aparece en el expediente, sería necesario realizar un juicio previo, con miras a determinar prospectivamente, cómo el recaudo de ese dato o de esa información tendría un influjo definitivo en la decisión, para lograr un efecto reparador del derecho sustancial que ha sido trasgredido con la sentencia del Tribunal, o lo que es igual, debería poderse vaticinar, ex ante, con un amplísimo margen de probabilidad, que el arribo de la prueba decretada oficiosamente cambiaría el sentido del fallo. Precisamente se ha dicho que los tribunales no pueden apreciar equivocadamente una prueba, si ella no existe en el proceso y que, del mismo modo, no es posible medir el impacto de la omisión del deber de decretar pruebas de oficio, sin un pronóstico sobre cuál sería el aporte que dicha probanza haría para cambiar la convicción que tuvieron los jueces sobre los hechos debatidos en el proceso. Ahora bien, la posibilidad de decretar pruebas de oficio que asiste al juez, y que la jurisprudencia ha erigido en un verdadero deber, denota que se trata de una actividad las más de las veces necesaria, pero que no se puede tomar como una herramienta para forzar una hipótesis de hecho que se niega a tomar cuerpo. Así, no resulta admisible decretar toda serie de pruebas, sin cuenta ni medida, para averiguar la posible existencia de una información, si nada se puede anticipar sobre su eventual contenido y sus posibles efectos; por ello, es menester que sea plausible, así sea a manera de hipótesis, el juicio en torno a la trascendencia que la prueba tendría sobre el sentido de la decisión esperada. No puede perderse de vista que el decreto de pruebas de oficio es un precioso instituto a ser usado de modo forzoso por el juez, cuando en el contexto del caso particularmente analizado esa actividad permita superar una zona de penumbra, o sea, que debe existir un grado de certeza previa indicativo de que, al superar ese estado de ignorancia sobre una inferencia concreta y determinada, se esclarecerá una verdad que permitirá decidir con sujeción a los dictados de la justicia. Por lo mismo, no representa una actividad heurística despojada de norte, tiempo y medida, sino del hallazgo de un elemento de juicio que ex ante se vislumbra como necesario, y cuyo contenido sea capaz, por sí, para cambiar el curso de la decisión, todo en procura de lograr el restablecimiento del derecho objetivo, reparar el agravio recibido por las partes y hacer efectivo el derecho sustancial, como manda la Constitución en sus artículos 2º y 228. Desde luego que en ese contexto, no siempre resulta de recibo el ataque a un tribunal por cometer error de derecho como consecuencia de la omisión en el decreto de pruebas de oficio, porque, en todo caso, tal yerro no puede configurarse en el vacío, esto es, no tiene cabida sobre pruebas de contenido o alcance incierto, sino que -por regla general- su alcance debe aparecer sugerido o insinuado en el expediente, cual acontece con aquéllas que tienen la condición de incompletas. Como tiene dicho la Corte, “admitir que faltar al deber de decretar pruebas de oficio podría implicar un error de derecho, no constando aún, iterase, el requisito de la existencia y la trascendencia de las mismas, no cuadra del todo con la filosofía del recurso de casación, pues el examen de la Corte no se haría ya propiamente de cara a la sentencia cuestionada -como con insistencia suele decirse-, con no más elementos de prueba que los que trae el expediente, sino que la Corte, cual fallador de instancia, se entregaría indebidamente a acopiar otras que por lo pronto no están, renovando el aspecto probatorio del proceso. Memórese que la Corte puede sí decretar pruebas de oficio, pero no como tribunal de casación sino como juzgador de instancia, cuando funge de fallador para dictar la sentencia que ha de reemplazar la que resultó quebrada.

Principio que sale maltrecho cuando primero se casa para luego averiguar por la trascendencia de las pruebas. Con arreglo a lo dicho, pues, difícilmente puede darse en tales eventos un error de derecho. Necesitaríase que las especiales circunstancias del pleito permitieran evadir los escollos preanotados, como cuando el respectivo medio de prueba obra de hecho en el expediente, pero el sentenciador pretexta que no es el caso considerarlo por razones que atañen, por ejemplo, a la aducción o incorporación de pruebas. Evento este que posibilitaría al fallador, precisamente porque la prueba está ante sus ojos, medir la trascendencia de ella en la resolución del juicio; y por ahí derecho podría achacársele la falta de acuciosidad en el deber de decretar pruebas oficiosas. Sería, en verdad, una hipótesis excepcional, tal como lo advirtió la Corte en un caso específico. Sobre la crítica al decreto oficioso de pruebas, resulta útil la doctrina del profesor Hernando Devis Echandía, quien enseñó: Las objeciones contra las facultades oficiosas del juez en la producción de la prueba para el proceso civil se reducen a estas: que se trata de un litigio de interés privado, y que, por tanto, las partes deben ser libres de manejarlo según su leal saber y entender; que se perjudica a la parte desfavorecida con las pruebas decretadas de oficio, y que, por consiguiente, el juez debe permanecer inactivo y limitarse a juzgar con base en las pruebas que las partes le aporten, para no romper su indispensable imparcialidad o neutralidad.

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